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GUERRA DE BAJA INTENSIDAD

GUERRA DE BAJA INTENSIDAD

Por: Raúl Wiener
Analista

Diario: LA PRIMERA
Lima, 10 de Abril del 2008

Nakasaki pretende que su defendido sea declarado inocente porque hasta hoy no se logra encontrar el documento, con su firma, en el que se decreta la “guerra de baja intensidad”. No importa saber lo que ese tipo de guerra significaba y si correspondió a lo que realmente ocurrió en el Perú en los años 90. No está en el documento y punto.

¿Y qué tal si Fujimori no sabía efectivamente el significado del concepto, como tampoco estaba al tanto que la fecha que escogió para refundar su Estado del orden era la de peores reminiscencias de la historia peruana (inicio de la guerra con Chile), o nunca entendió por qué el shock y el no shock, pero le sirvió para ganar las elecciones?

No es sobre el bagaje cultural del ex presidente que gira el juicio de Barbadillo.

Que Santiago Martín Rivas maneje a diestra y siniestra el término, para darse el aire de “analista” e intelectual armado, sobre el que ha fabricado su propia leyenda, no dice más que una sola cosa: los operadores de la guerra clandestina sabían qué producto le había sido vendido al presidente, asegurándole que ganarían la contienda.

A finales de los años 70, Estados Unidos promovía las transiciones democráticas para los países que habían padecido brutales dictaduras anticomunistas y que a esas alturas se encontraban profundamente desgastadas. El gobierno de Carter introdujo el nuevo discurso sobre los derechos humanos, como si su país no hubiera tenido nada que ver con Pinochet, Videla y otros, y su sucesor, Ronald Reagan, se apropió de este concepto y lo dirigió contra la URSS y el llamado campo socialista. Washington pasó a decidir quién era demócrata y quién violaba los derechos en el mundo.

En paralelo, el Pentágono sesionaba con los jefes militares de la región para adaptar las políticas contrainsurgentes al nuevo esquema. Había que actuar en adelante con una fachada de legalidad (gobierno elegido); sin represión masiva; diferenciando las unidades oficiales de las clandestinas; propinando golpes decisivos a los soportes de la insurgencia (periodistas, abogados, dirigentes populares, simpatizantes no armados, etc.), buscando aislarla y desmoralizarla; sirviéndose de los medios para dirigir la opinión pública a través de campañas de desinformación o directa manipulación política.

La guerra total no podía ser permanente y a la larga conducía a que el represor se hiciera tremendamente antipático ante el pueblo. La de baja intensidad buscaba la ilusión de una represión limpia, cuyas partes más asquerosas quedaban fuera de los reflectores. El 5 de abril de 1992, el dúo Fujimori-Montesinos dio un paso decisivo para reubicar el Estado peruano para una guerra de nuevo tipo que Martín Rivas define como de baja intensidad. El apoyo que mucha gente otorgó ese día a la defenestración de los políticos y a la intervención de las instituciones, señalaba que se había redireccionado los objetivos del poder.

Sobre esto no interesa tanto la prueba documental como los hechos fácticos: la ruptura del orden constitucional, la autonomía y fortaleza de los servicios de inteligencia, los infinitos recursos que drenaron hacia operaciones encubiertas, el nuevo rol de los medios y centenares de muertos, con nombre propio, en todo el país.

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