Por: Juan Paredes Castro
Diario “EL Comercio”
Lima – Perú, 28 Jun. 2008
La colisión de los peruanos con la ley no es de ahora sino de siempre. Sin embargo, las cosas empiezan a cambiar a un ritmo de globalización que trae consigo un nuevo Estado de derecho que respetar.
Si de cara al mundo esta es la manera de construir sociedades y relaciones más institucionales y civilizadas, y, de cara al Perú, esta es la oportunidad de voltear en 180 grados la enorme carga de informalidad, todo indicaría que estamos entrando en el camino expedito de una modernidad bien entendida.
Sin embargo, la tendencia peruana generalizada todavía opera al revés. Pretende reconocer que no hay mejor ley que la que no existe. Es decir, irónicamente hablando, prevalece el imperio de la informalidad y del consabido rechazo a todo lo que suponga un racional cambio drástico en el orden de vida político, social y económico.
Y ni qué decir de la anarquía legal que cruza toda la dermis y epidermis del Estado.
Así, pues, el tema de nuestro pobre afecto a la ley, al orden y a la institucionalidad viene a cuento con motivo del desembalse de decretos legislativos de los últimos días, emitidos al amparo de las facultades delegadas al Gobierno por el Congreso, para implementar el tratado de libre comercio con Estados Unidos.
Descubrimos de pronto que si no hubiera sido por la necesidad de implementar el TLC, seguiríamos sin una autoridad ambiental, sin una regulación moderna en la pesca, sin una normalización de derechos laborales indispensables, sin una dirección bien puesta en la colocación de fondos de inversión, sin una simplificación de procesos para el comercio exterior, y, en fin, sin una mayor protección del consumidor, y, en este mismo campo, sin normas más precisas de represión de la competencia desleal y de los procedimientos concursales.
Por lo visto, el problema del Perú con la ley es tan viejo como vieja sigue siendo su resistencia a hacer de ella no solo un medio de vida, sino sobre todo un modo de vida, con la salvedad, por supuesto, de que toda ley es derogable y perfectible.
Finalmente, no hay peor paradoja que la que nos impone el sistema político al negarse a sí mismo las reglas de oro que deberían garantizar su funcionamiento representativo, honesto, eficiente y confiable. Las leyes que lo rigen son leyes emanadas de un Congreso que no busca precisamente mejorarlo sino subordinarlo y si es posible envilecerlo.
Quizás sea por eso que no pocos políticos, empresarios y ciudadanos aún esconden en el corazón la idea absurda de que no hay mejor ley que la que no existe o aquella que protege sus intereses en desmedro de los demás.