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LA PROTESTA Y EL GABINETE

La protesta y el gabinete

Por: Alberto Adrianzén

Diario “La Republica”
Lima, 01 Nov. 2008

Cuando Yehude Simon fue designado Primer Ministro, algunos pensamos que con ello se buscaba conseguir una suerte de tregua social teniendo en cuenta la proximidad de la Cumbre de APEC. La paz, cuando al menos momentánea, tenía que llegar a las regiones que hasta ese momento se habían convertido en la vanguardia de la protesta social.

Todo indica que no ha sido así. Las regiones han seguido protestando y conforme pasan los días las acciones son más radicales y las voces que llegan hasta Lima son más fuertes. El asunto es tan evidente y grave, que hace unos días Mirko Lauer se preguntaba si la actual protesta social "¿Es una nueva forma de mecanismo político que debería ser institucionalizado, al menos por un tiempo? ¿Es una nueva forma de revolución tocando las puertas? ¿O es solo el peso de las generaciones pasadas?" (La República, 30/10/08), mientras que Augusto Álvarez Rodrich afirmaba que lo peor que le puede pasar a Simon es una muerte política prematura, "incluso antes de presentarse ante el Congreso para exponer su plan de acción" (Perú 21, 30/10/08).

La situación no es fácil. Y su dificultad no solo proviene de la radicalidad de la protesta sino también de su variedad. Cualquier tema puede provocar una chispa que incendie la pradera. Hace unos días, según la prensa, más de 5,000 pobladores de Nueva Cajamarca, provincia de Rioja (región San Martín) incendiaron la comisaría del lugar, secuestraron al jefe regional de la policía, le quitaron el uniforme y lo agredieron. La razón de esta protesta poco o nada tiene que ver, aparentemente, con la magnitud que asumió la misma. También según la prensa, los manifestantes sostuvieron que tomaron dicha actitud porque la PNP al desalojar a unas personas de una vivienda lanzó bombas lacrimógenas que afectaron colegios.

Los paros y enfrentamientos en Tacna y Moquegua por el canon minero muestran con toda crudeza el grado de conflictividad y radicalidad que hoy existe en el país y la poca capacidad de juego del gabinete y de las autoridades regionales. A ellos hay sumarle lo sucedido en Cajabamba (Cajamarca), en Canchis (Cusco); las protestas en Paita por entregarle (insensatamente) la concesión del puerto a un grupo chileno. Según la Defensoría del Pueblo existen 177 conflictos sociales en todo el país.

Ahora bien, que existan conflictos sociales y protestas a nadie le debe llamar la atención. En una sociedad democrática es normal; pero que estos se expresen, generalmente, vía medidas extremas, más allá de cuál sea el motivo, sí es preocupante. Y si bien pueden existir dirigentes radicales que alientan estas medidas de lucha, la pregunta que hay que hacernos es por qué la gente está dispuesta a seguirlos y actuar como actúa. El argumento de que ellos son los culpables es demasiado fácil, además explica poco lo que hoy sucede y está a un paso de la teoría de la conspiración que no ayuda nada y más bien complica todo.

Hace unos meses surgió como explicación de esta radicalidad la famosa tesis de las expectativas frustradas. Se dijo que la gente protestaba porque se sentía frustrada debido a que los logros del desarrollo no les llegaban. De ahí se pasó a la famosa teoría presidencial del Perro del Hortelano, para acabar hablando –durante el paro de las comunidades nativas– que se trataba, prácticamente, de una chusma. Hoy estas teorías están desacreditadas; incluso, la de la crisis de las expectativas, más aún cuando entramos a una crisis económica que afectará, como siempre, a los que menos tienen.

Por qué no pensar entonces en algo más simple: la gente no tiene expectativas (o no son las que creen el gobierno y la derecha) porque considera que este sistema y este modelo de desarrollo les brindan poco, por no decir casi nada. Ello no quiere decir que la gente no tenga expectativas en general. Las tiene y muchas, pero considera que con este sistema y con este modelo son prácticamente imposibles de conseguir. Es este contexto lo que le da sentido y legitima al radicalismo. El problema es que hasta ahora ese radicalismo no encuentra una representación política que le permita expresar sus demandas y así poder, como dice, Lauer, "sentarse a conversar con quienes… tienen acceso a las soluciones".

Dicho de otro modo, este radicalismo se alimenta de los líderes radicales locales, pero también de la ineptitud de un Estado y la incapacidad de un gobierno que sirve a otros y no a los que protestan, además de un sectarismo político que busca liquidar a la oposición como sucede con los ataques permanentes al nacionalismo.
Me pregunto si Simon puede hacer algo frente a esta situación, más aún cuando no tiene una correlación propia (es ingenuo hablar de "cohabitación") que le permita negociar con los que protestan, con el gobierno y con la derecha. Por ello, lo peor que le puede pasar es que la protesta y los conflictos aumenten. Podríamos decir que está atrapado en el peor de los mundos: entre un gobierno conservador y un gran sector social que espera cambios reales y que parece no encontrarlos.

Se agradece su visita

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